Cuando hablamos de marca rápidamente se nos agolpan en la cabeza un montón de empresas comerciales. Con sus productos, sus logos, sus campañas y demás. Pero las marcas pueden ser mucho más que una factoría que pretende dar lustro al bonito ejercicio pecuniario. Una marca puede ser una organización asamblearia, un club de fútbol, una ONG o una persona. Una marca es todo aquello a lo que le podemos atribuir una serie de valores, un universo conceptual, y que tiene la misión de darse a conocer para poder fraguar sus objetivos. Así pues, dentro de este paraguas podemos encontrar una especie cada día más en boga, y ésta no es otra que los profesionales de los Medios Sociales. Aquellas personas que ejercen de SMM o CM, trabajando para cuentas ajenas o propias, y que habitan en las plataformas sociales como parte de sus herramientas de trabajo.
Como marcas que son, las personas que trabajan en MS tienen que ser conscientes de qué todo lo que hacen a nivel 2.0 va a parar al saco de su propia marca. Son esclavos de ella. Para bien y para mal. Tienen una cuenta de Twitter con su nombre y apellidos. Ese es su valor; su propia nomenclatura. Tuitean sobre tendencias del sector, las últimas novedades de Instagram, la última compra de Mark Zuckerberg o interesantístimos posts sobre link building y posicionamiento orgánico. Pero no debemos olvidar que son personas. Personas-marca. ¿Entonces dónde están los selfies con la parienta el domingo en el vermú? ¿Y el gatico haciendo acrobacias en el sofá? ¿O la correspondiente pérdida de papeles cuando a tu equipo le marcan el tercero y te acuerdas de toda la rama genealógica del colegiado por parte de madre? Es un problema. Parece que no se pueden mezclar las dos cosas. ¿Deberían poderse mezclar las dos cosas? ¿O es un ejercicio imposible donde no existe equilibrio real? Si ven una sombra acercarse del cielo no asustarse, son estas preguntas lanzadas al vuelo.